La voz de la experiencia
- Julio A. Sánchez F.
- 4 sept 2016
- 4 Min. de lectura

Algunos por ahí dicen que cuando uno pasa de los sesenta se vuele evangélico, o se convierte en testigo de Jehová, para ponerse en la buena con el Santísimo, por un si acaso. Uno no sabe...Lila Morillo, José Luis Rodríguez, y hasta Juan Luis Guerra se acogieron al llamado del señor después de haber disfrutado los placeres de la vida. San Agustín hizo lo mismo antes de que lo hicieran santo. Lo que no nos percatamos es que con la madurez viene la experiencia, y con ella la sabiduría. Filósofos como Pitágoras, Sócrates, Platón y Aristóteles a esa edad era cuando comenzaron con sus enseñanzas en el campo de la filosofía. La mayoría de los apóstoles, con la excepción de Juan y Andrés, eran sexagenarios. Tengo un colega ya en esa década que cuando le pregunto por su salud, me responde: ¡vivo, que es mucho! De aquí a disfrutar lo que me queda y a ponerme en la buena con Dios.
Con la experiencia que nos dan los años es cuando uno de verdad se da cuenta de que existe una fuerza divina, sobrenatural, inmanente que apuntala el destino de los hombres. Es cuando uno se asombra de las cosas que esa fuerza divina nos ha otorgado para que nuestra pasantía por este planeta se hiciera de lo más placentera. Un bello amanecer nos inspira, un ocaso deslumbrante nos maravilla, el cantar de los pájaros nos parece cada día más hermoso; el aroma de las flores lo percibimos todo con intensidad, así como sus coloridos. Pero también la belleza, picardía y sensualidad en la mujer la apreciamos con más sutilidad.
Distinguimos con claridad el amor en sus tres dimensiones: el erótico, el filial y el de Dios. Los griegos, que tenían un lenguaje mucho más rico que el nuestro, llamaban eros al amor instintivo, es decir, al atractivo espontaneo que un hombre siente por una mujer o una mujer por un hombre. Un segundo amor llamado filia que es el que uno siente por sus padres, hermanos, hijos y amigos. Sobre estos últimos, los amigos, todos sabemos lo que es la amistad y lo que embarga. Es más fácil comprenderla que definirla. La amistad podríamos decir que es espontanea. Puede cultivarse, pero no imponerse.
Sin embargo, más allá de estos dos amores existe una tercera clase que estos griegos llamaban ágape y que utiliza el Nuevo Testamento cuando habla de amor. Ágape, entonces, es la actitud hacia el servicio y ayuda a cualquiera que nos necesite, y muy ausente en algunos que se dicen ser hijos de Dios. Ágape es la acogida, la comprensión, el perdón, la benevolencia y el respeto a la persona por el mismo hecho de ser hijo de Dios. Es la actitud gratuita, generosa que hace el bien a los demás sin mirar quién es, de dónde viene y a dónde va. Es el amor que no espera el reporte de algún beneficio, ninguna utilidad, ningún dinero. Este amor es siempre un acto de libertad y, con frecuencia, es difícil y supone sacrificio y abnegación. Sino, pregúntenselo todos los días a Jesús, que dio su vida por nosotros en una tosca cruz que inventaron los romanos por allá en época de su imperio.
No siempre la naturaleza humana nos impulsa a la benevolencia hacia los demás, hacia el sacrificio, hacia la gratitud o hacia el perdón de las ofensas. Por eso, este amor si puede ser objeto de un mandato como lo dice el primer mandamiento de los diez que Dios le entregó a Moisés en el Monte Sinaí, y enunciadas en el Deuteronomio – 6, 4-, libro bíblico en el que los judíos comienzan con ellas sus plegarias.
Amar a Dios sobre todas las cosas creadas por Él, y amar a tu prójimo como a ti mismo es la mejor manifestación de fe por esa fuerza divina y sobrenatural. Agustín, antes de ser santo, descubre a Dios después de llevar una vida mundana y llena de placeres. Y es tanto así que describe a Dios de esta manera:
¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba, y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tu creaste. Tú estabas conmigo, más yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera, exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti; y siento hambre y sed, me tocaste, y me abrace en tu paz.
Y aquí viene lo más interesante del poema: Y ¿qué es lo que amo cuando yo te amo? No belleza de cuerpo ni hermosura de tiempo, no blancura de luz, tan amable a estos ojos terrenos; no dulces melodías de toda clase de cantinelas, no fragancia de flores, de ungüentos y de aromas; no manás ni mieles, no miembros gratos a los abrazos de la carne; nada de esto amo cuando amo a mi Dios. Y, sin embargo, amo cierta luz, cierta voz, cierta fragancia, alimento, y cierto abrazo, cuando amo a mi Dios, luz, fragancia, alimento, abrazo del hombre mío interior, donde resplandece a mi alma lo que no se consume comiendo y se adhiere lo que la saciedad no separa. Esto es lo que amo cuando amo a mi Dios.
Amar a Dios como a ti mismo es el código más antiguo que sienta las bases de la moral y de la ética escrita por los sabios en diferentes épocas. Quien se quiera esconder de Dios, aunque es imposible, él se lo pierde. Y como dijo el mismo San Agustín: Nos sumus témpora: somos los hombres quienes hacemos, o debemos hacer, los tiempos, y que los tiempos sean como nosotros queremos, y no al revés.
Es para reflexionar, y más aún cuando estamos a la vera del camino en nuestras vidas; sin embargo, en el otoño después de haber vividos hermosas primaveras con sus calenturientos veranos no está demás aquel viejo proverbio que dice: No solo de pan vive el hombre. El alma también requiere de su alimento.
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