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Del puente de Boyacá a las sabanas de Carabobo: Segunda parte

  • Julio A. Sánchez Flores
  • 19 may 2018
  • 11 Min. de lectura

Bolívar, una vez obtenida de manera brillante la victoria en el puente de Boyacá, batalla que fue decisiva para la suerte de Nueva Granada y, por ende, el preludio de la de Carabobo, abandona Santa Fe dejando encargado de la presidencia a Francisco de Paula Santander, general que había tenido una significativa participación en la toma del citado puente; luego, marcha a Pamplona para un bien merecido descanso; quizá, o tal vez, muy bien acompañado de una de las tantas beldades que lo ovacionaron a su llegada a la capital neogranadina.

En Pamplona, el Libertador permanece un mes dedicado a supervisar personalmente el entrenamiento de los miles de reclutas del ejército expedicionario neogranadino que invadiría a Venezuela, y el 7 de noviembre de 1819 parte para Angostura a solicitar del Congreso la aprobación política de la invasión, medida esencial para la adecuada cooperación de Venezuela y la Nueva Granada en la expulsión final del ejército de Morillo.

Ante las evidentes necesidades de la guerra, y con el inmenso prestigio que había adquirido hasta ahora Bolívar después de su triunfo en Boyacá, el 17 de diciembre de ese mismo año el Congreso aprueba las bases generales para la unión de los dos estados mediante un protocolo que recibió el nombre de Carta Fundamental de la Republica de Colombia.

Bolívar, entonces, desde Angostura, hoy Ciudad Bolívar, a partir de ese momento inicia con su Estado Mayor la apreciación de la situación operacional de la campaña para expulsar a los realistas, ya no sólo de Venezuela, sino también de toda la América. Y en menos de que pestañea un cristiano, ordena concentrar las fuerzas que se encuentran en Oriente sobre la región de Apure para que, unidas éstas con las de Páez, golpeen de manera contundente a Morillo en su frente llanero. Por otro lado, le ordena a Urdaneta, quien para el momento se encuentra al mando del ejército neogranadino, que se prepare para atacar a las divisiones de la Torre concentradas en la región central, mientras que, a Montilla, con la escuadra de Brión y las tropas acantonadas en Margarita, le da instrucciones para que realice un desembarco capaz de tomar la ciudad de Caracas.

Sucede, entonces que, Morillo, al conocer el triunfo de Bolívar en Boyacá, y a su intención de invadir a Venezuela, ni corto ni perezoso, le solicita a aquél un armisticio, o sea, una taima, como decimos en criollo. ¿Cuál fue la causa de tan sorpresiva solicitud? Que España, la otrora dueña de los mares, y de un imperio que se extiende hasta la Patagonia, estaba sintiendo en carne propia el impacto demoledor de unas fuerzas que, según su rey, se encontraban en estado de letargo.

Sin embargo, había otra que hubiera mandado al traste los planes de Bolívar: Frenando VII concentraba en Cádiz una expedición que constaba de 47 navíos de guerra y otros tantos transportes logísticos, y disponía de 20.000 infantes, 3.000 jinetes y 100 piezas de artillería de diversos calibres con sus correspondientes artilleros.

No obstante, la suerte, o la fortuna no abandona a los vencedores, y menos al Hombre de las Dificultades. Indalecio Liévano Aguirre (1983) nos relata con mayores detalles ese tipo de suerte, que, sin ser un principio de la guerra, en algunas oportunidades hace cambiar el curso de los acontecimientos. Resulta, que el primero de enero de 1820, año nuevo, por cierto, Rafael Riego, comandante de unos de los regimientos del ejercito expedicionario en las proximidades de Cádiz, se levantó en armas contra Fernando VII para obligarle a someterse de nuevo a la Constitución, y como un reguero de pólvora encendida, se vio acompañado por otros regimientos encabezados por sus comandantes. Así, la armada destinada para la defensa de los dominios españoles de ultramar, se convirtió en centro de una revuelta contra la monarquía.

Lamentablemente, esta situación para Morillo le frustró sus planes de derrotar al ejercito libertador con refuerzos de la Corona, no quedándole más alternativa que acudir al expediente del armisticio. Y fue, entonces, cuando recibió con mucho entusiasmo la respuesta favorable de Bolívar, quien, una vez enterado de la insurrección de Riego en España y de su triunfo en Boyacá, no le preocupaba otra cosa que la de sus planes para derrotarlo en una campaña que iba a cambiar el curso de los acontecimientos de manera definitiva para Venezuela.

Con el consentimiento de ambos comandantes en jefes, Trujillo fue nuevamente sede de otro histórico evento de singular transcendencia el 26 de noviembre 1819. Pero, esta vez no fue el de: …americanos, aunque seáis culpable, contad con la vida; españoles y canarios, aunque seas indiferente, contad con la muerte…Sino, el que ponía término a una época sangrienta y de desolación para ambas partes con un armisticio que regularía los procedimientos de la guerra, y que despejaba el camino de Bolívar hacia Carabobo.

¿Cómo visualizaba el Libertador su plan de campaña, contando con las ventajas que le ofrecía el armisticio? Sustancialmente, en una maniobra simultánea en varios ejes contra las posiciones centrales del enemigo localizadas en Caracas, en las regiones valencianas y en el Alto Apure. Para tal efecto, ordenó al ejército de Oriente, al mando de Bermúdez, avanzar desde las costas de Barcelona hacia Caracas; a Urdaneta, marchar sobre Coro con las fuerzas que tenía en Maracaibo; a Cruz Carrillo, al mando de una división acantonada en Carora, avanzar sobre Puerto Cabello; y a la Guardia, situada en Trujillo, prepararse, en combinación con el ejército del Apure al mando de Páez, para dar la batalla decisiva cuando los movimientos anteriores se hubieran ejecutados.

Sin embargo, no todo le salía como lo esperaba el Libertador. Páez, en una actitud cómo si no quisiera la cosa, indisciplinada, antiparabólica, retardó el movimiento que le había sido ordenado permitiendo a Morales, quien se encontraba con sus tropas en Calabozo, relativa libertad de acción, oportunidad que le facilitaba reforzar la defensa de Caracas dificultando así la ofensiva de Bermúdez. No obstante, ante tan descarado acto de insubordinación por parte de Páez, Bolívar envía al puesto de comando de éste a Diego Ibarra, su edecán, con la misión de conminarlo a obedecer su inmediata marcha hacia el Norte.

Aunque mi intención no es alargar mucho este escrito, abuso de ustedes, amigos y alumnos, por lo trascendente y emotivo de cómo fueron ejecutadas con éxito las diferentes misiones encomendadas por el Libertador a sus generales. Lo que quiero significar con ello es el de dar una mayor relevancia a los intríngulis de tan significativa campaña, en el sentido de que sirva como modelo en lo que respecta a una planificación militar en el contexto operacional de la guerra. En este orden de ideas, y en consecuencia con las misiones impartidas por Bolívar mediante cartas que fungían de órdenes de operaciones, aquéllas se cumplieron con extraordinarios éxitos iniciales, según lo relata Liévano Aguirre (ibídem) en su obra Bolívar.

El 8 de mayo y después de pasar el rió Unare, Bermúdez derrotó a las fuerzas realistas en el Guapo; al mismo tiempo Urdaneta hizo lo mismo a un contingente enemigo en Casigua y el 11 del mismo mes cumplió su tarea entrando victorioso en Coro cuando Bermúdez, ya dueño de los Valles del Tuy, se acercaba a la capital venezolana para atraer la atención de Morales. Sucedió, pues, que algunos pobladores defensores de la causa realista al conocer el avance de este general, quien por cierto se las tenía jurada por haber sido rociado con orina una vez que estuvo en la capital, dejaron el pelero corriendo de manera despavorida hacia la Guaira. De este modo, el 15 de mayo, al mediodía, Bermúdez entra triunfalmente en Caracas.

Hasta aquí la fortuna había sido favorable a la causa patriota, pero no así para La Torre, comandante de las fuerzas acantonadas en Valencia, cuando se entera que el 25 de mayo las tropas al mando de Cruz Carrillo en Barquisimeto, junto con las de Urdaneta que se encontraban en Coro, formaban ambas un peligroso eje de avance que amenazaba directamente a la plaza de Puerto Cabello. Esta maniobra, y las de Bermúdez en Caracas y Páez desde los Llanos, además de la serie de golpes fatales recibidos de manera sucesiva, obligaron al general español al fraccionamiento de sus fuerzas y al consiguiente debilitamiento de sus centros de gravedad.

Hasta aquí el propósito de la campaña del Libertador se estaba cumpliendo de acuerdo con su intención. A La Torre no le queda más remedio que mandar a Morales que deje Calabozo y se dirija a Caracas en vez de Valencia para reconquistarla de manos de Bermúdez; y él mismo se desprende de fuerzas considerables para proteger a Puerto Cabello contra la amenaza de Cruz Carrillo y Urdaneta. Por otro lado, entra en pánico cuando se entera que al fin Páez abandona Achaguas por la vía de Guanare para reunirse con la Guardia en un solo movimiento hacia Valencia. Cuando el pobre lava, llueve; me imagino que diría La Torre, llevándose las manos a la cabeza en señal de desesperación.

No bien conoció la Torre la proximidad de Páez, optó por evacuar sus posiciones defensivas en San Carlos y retirarlas hacia las proximidades del lago de Valencia donde podía, con este repliegue, defender Puerto Cabello y Valencia, eje que conforma el centro de gravedad estratégico de sus operaciones que, en sus manos, le ofrecía grandes ventajas para detener a Bolívar en su vía hacia la capital. Por otra parte, Morales, cumpliendo la orden que La Torre le dio de marchar sobre Caracas, se enfrenta a Bermúdez con intención de dar pelea, pero aquél, hábil zorro que conocía de manera cabal la intención de su Comandante en Jefe, hace en táctica lo que se conoce como golpe y maniobra, es decir, no entabla combate decisivo con Morales, sino que lo atrae ocasionándole desgaste a sus tropas en una eficaz acción retardatriz.

Antes esta ventaja táctica, ¿qué hizo, entonces, el Libertador? Entra en la segunda fase de la campaña. Para ello, el 18 de junio ordena a la División de Cruz Carrillo avanzar sobre San Felipe, logrando con este movimiento debilitar más a la Torre, quien ordena a un destacamento salir en su defensa. Y el día 20, el ejército libertador, como un todo, rompe la marcha hacia la llanura de Carabobo, donde La Torre, con un efectivo disminuido, le espera convenientemente atrincherado.

No obstante, Bolívar, antes de lanzar su ofensiva, se reúne con sus oficiales para dar detalles de lo que después vendrá, y tras una corta deliberación decide avanzar con el grueso del ejército por el abra conformado por los cerros de Buenavista y Cayetana. Una vez cruzada el abra, ordena a Páez efectuar un flanqueo que lo acercara a la cañada de la quebrada de Carabobo para obligar a La Torre a dispersar a las fuerzas que hacían resistencia en el frente defensivo, y ordenó, a la vez, al resto de sus fuerzas avanzar hacia el cerro El Vigía, defendido por el batallón Valencey al mando de un tal coronel García, uno de los mejores oficiales con los que contaba La Torre.

Durante casi una hora se combatió ferozmente en los frentes abiertos, hasta que, obligados los españoles por las continuas y decisivas cargas de caballería por parte de los llaneros de Páez y Cedeño, comenzaron a replegarse hacia la sabana, donde La Torre y Morales trataban inútilmente reunir de nuevo a sus tropas para continuar la resistencia. Esta última fase de la batalla se libra contra el batallón Valencey que, una vez bien dispuesto en formación, había logrado detener el avance de las fuerzas patriotas empeñadas en forzar el paso de El Vigía. Ante tal coyuntura táctica, Páez, siguiendo las órdenes de Bolívar, lanza sus escuadrones de caballería sobre la formación cerrada del Valencey, batallón que por algún tiempo resistió heroicamente las formidables cargas que Páez lanzó contra él.

Viendo Bolívar la tenaz resistencia que ofrecía el Valencey, y ansioso de decidir la acción, envía al combate a la segunda compañía del Batallón de Cedeño que estaba en reserva, cuyos soldados rompieron la resistencia obligando al Valencey a abandonar el campo e iniciar su famosa retirada a través de un eficaz repliegue. En esta maniobra, las fuerzas republicanas sufrieron muchas bajas, incluso el propio Cedeño quedó tendido en el campo de batalla, mientras sus jinetes continuaban, bajo una inclemente y torrencial lluvia la persecución del Valencey, decidido a llegar a Puerto Cabello sin dispersarse.

Luego de esta inmemorable batalla librada el 24 de junio de 1821, la cual duró casi una hora y bajo una persistente lluvia, Bolívar entra en Caracas el 28 del mismo mes acompañado de todo su Estado Mayor después de siete años de ausencia. El panorama que observó fue la de una ciudad desolada y con tremendas heridas como consecuencia de la guerra, quizá mayores que las causadas por el terremoto de 1812. Pero, lo que más le preocupó no fue su posterior recuperación como ciudad, sino que, a partir de ahora, su Venezuela querida, su patria, iba a quedar en manos de unos caudillos mientras él se dedicaba a continuar su epopeya hacia el Sur obligado por aquel juramento que una vez hizo en Roma en presencia de su maestro, Simón Rodríguez, de limpiar a la América de todo vestigio español.

¿Qué lecciones podemos aprender de Bolívar con todo lo ocurrido desde Boyacá en 1819 hasta Carabobo en 1821? En principio, la liberación de la Nueva Granada y Venezuela, y los primeros pasos para la unión de estos dos pueblos en una sola nación. Pero, también, que no le fue fácil llegar hasta donde llegó, y que la historia nunca podrá negar que su condición innata de líder, político y de estratega, y de un carácter un tanto apasionado, terco, romántico y obstinado, lo llevaron a la cumbre de la gloria como ningún otro capitán de la política y de la guerra en el mundo.

Cuando tomaba una decisión, no veía para los lados. Al no contar con el apoyo de un Páez, de un Mariño, de un Bermúdez, para dar la batalla a un Morillo en el oportuno momento en que estos caudillos disponían de suficientes fuerzas que le hubieran asegurado el triunfo, optó, con desilusión, por enfrentar a Barreiro en Boyacá.

Con el cruce de la cordillera andina demostró que obstáculos algunos no lo paraban en el logro de sus objetivos, más bien los buscaba y los vencía. Su amigos y enemigos llegaron a decir de él que era más peligroso vencido que vencedor, y por circunstancias, no tenía clemencia con el enemigo, paz con la miseria, ni perdón con la traición. Al felón Fernández Vinoni, aquel oscuro personaje que hizo que se escaparan los prisioneros en Puerto Cabello en 1812, y en consecuencia se perdiera la plaza, lo ahorcó sin juicio alguno en el primer árbol que encontró en Boyacá. Tampoco se le aguó el ojo en el momento de ordenar el fusilamiento del insurrecto Piar en Angostura, cuando este general, quien se valía de su condición de pardo, intentó iniciar una guerra de clases después de lo mucho que a Bolívar le había costado unirlas en un solo ejército.

Para Bolívar la verdad era un culto, la amistad un templo y el respeto por las leyes su norte. No llegó a conocer a Clausewitz y quizá no se leyó a Sun Tzu, sin embargo, en sus planes y en el accionar de sus campañas aplicó muchos de los principios que estos filósofos de la guerra promulgaban. En todas las batallas que lidió, como buen general siempre iba en vanguardia; sus subalternos lo seguían sin mirar para atrás, a pesar de ver en él a un mantuano de rancia prosapia, de baja estatura, de apariencia débil, pero de sobrada valentía.

Hablaba muy bien el francés y el inglés, y su afición por la lectura lo llevó a conocer el pensamiento revolucionario republicano de Rousseau y Montesquieu, y de los clásicos más destacados de su época.

El pensamiento de Simón José Antonio de la Santísima Trinidad, Bolívar y Palacios, mejor conocido en el mundo, y quizá en el espacio infinito y más allá como el Libertador, no lo dejemos que solo permanezca como un tesoro por obra de escritores y poetas en los anaqueles bajo la custodia de la historia patria, sino más bien esculpido en la conciencia y en el espíritu de todos los que en un feliz momento escogimos la gloriosa carrera de las armas.

Sus documentos, como el Manifestó de Cartagena, la Carta de Jamaica, el Discurso de Angostura, el Delirio sobre el Chimborazo, el Decreto de Guerra a Muerte, y hasta su Última Proclama, conforman la esencia de su doctrina. Hagamos, entonces, que su pensamiento, producto de su plecara mente, de su elocuente verbo, surgido algunas veces con pasión, otras con tristeza, impregnado en cartas, discursos y arengas, pero todo elucubrado en sus difíciles momentos, no duerma el sueño de los justos en las bibliotecas y estantes de las oficinas de algunos que se dicen ser bolivarianos, sino que sea difundido como lo hace el sol cada mañana al despejar con sus rayos la tenue neblina mañanera.

En fin, el pensamiento de Bolívar debe ser para el militar como la brújula que le indique el camino cuando las oscuras noches le impidan ver sus señales, o la luz que le disipe las densas nubes de la incertidumbre en el momento de tomar sus decisiones.

Fuente bibliográfica referencial:

Liévano Aguirre, Indalecio (1983). Bolívar: 1783 – 1983. Editorial Oveja Negra. Bogotá, Colombia.


 
 
 

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