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Entre la razón y la pasión

  • Julio A. Sánchez F.
  • 4 jul 2016
  • 4 Min. de lectura

Un drone sobrevuela Somalía, conocida como el Cuerno de África. Un drone, para los que no están al tanto del avance de la tecnología en materia de aviones, es un avión no tripulado y que su control se puede hacer a través de una plataforma a miles de kilómetros de su posición. Este aparato, con una autonomía de vuelo de más de ocho horas en el aire, lleva una cámara que permite ver desde una gran altura hasta un bachaco dirigiéndose a su agujero; además, posee una carga mortífera de misiles teledirigidos capaces de dar en el blanco de los ojos de un musulmán yihadista que sea considerado como objetivo.

En otro lugar, Katherine Powell, una coronela de la inteligencia militar británica, lidera una operación secreta para capturar a un grupo de terroristas en Nairobi, Kenia. Cuando se da cuenta que los terroristas están planeando una misión suicida, ella cambia sus planes de capturar por aniquilarlos. Por otra parte, el piloto estadounidense del drone Steve Watts recibe la orden de destruir la casa que sirve de refugio a los terroristas, y cuando está a punto de ordenar al drone el disparo, una niña de nueve años ingresa en la zona que ha sido referida como blanco.

La trama desarrolla su intensidad cuando los terroristas - muchos de los cuales están en las listas de los más buscados de muchos países- se han refugiado en una pequeña casa en una aldea en Kenia. Tres grandes gobiernos se encuentran monitoreando esta situación: el Reino Unido, Estados Unidos y Kenia. Powell, en Inglaterra, recibe órdenes del General Frank Benson para tratar de interceptar a estos terroristas y capturarlos. Por otra parte, los pilotos de drone, Steve Watts y Carrie Gershon, en los EE.UU., vigilan la casa desde el aire.

La situación se agrava cuando unas cámaras secretas colocadas por los keniatas descubren que los terroristas están preparando un atentado suicida con bombas. Powell decide que los drones deberían atacar la casa y acabar con ellos, pero una decisión de ese tipo requiere de la aprobación de diferentes líderes de los tres gobiernos. Tradicionalmente, el ataque se complica cuando una niña aparece en el radio de explosión. Si ella muere, ¿quién gana, los terroristas o los gobiernos del oeste? ¿Vale la pena sacrificar la vida de una niña inocente para realizar un ataque de ese tipo y con ello salvar las vidas de unas potenciales víctimas? ¿Y qué pasa si es que los vídeos de la explosión se filtran en la Internet?

Los protagonistas, militares pragmáticos y que los ampara la razón, esperan a que les den permiso para actuar, y la cadena de mando política, sin embargo, anda muy lentamente evadiendo su responsabilidad. Los militares saben que, si no actúan, algo terrible va a suceder… pero también saben que, si cumplen su cometido, las consecuencias del bombardeo pueden ser igualmente desastrosas.

Por otro lado, también están Steve Watts y Carrie Gershon, pilotos de drones que jamás han asesinado a una persona, y que nunca han tenido que tomar una decisión tan difícil como las que les presenta la coronela Powell. La inexperiencia y el nerviosismo de estos bisoños militares hace que sea muy fácil que nos identifiquemos con ellos. Puede que manejar un drone se parezca a jugar un videojuego, pero tanto Watts como Gershon saben que sus acciones pueden resultar en muertes reales.

Mientras tanto, los terroristas dentro del refugio continúan preparando a dos suicidas con sendas cargas de explosivos para que cumplan su siniestra misión en algún lugar del mundo. Sobre estas misiones suicidas vemos con estupor que ayer la prensa publica que más de 120 personas en Bagdad, Irak, dejaron este mundo como consecuencia de una explosión producida por estas bombas ambulantes, unas especies de sicarios ideologizados que le sirven de instrumento al Estado Islámico, mejor conocido por sus siglas ISIS, y que le han declarado la guerra a Europa y Estados Unidos, y a todos aquellos que no comulguen con su diabólica doctrina. Otras víctimas de estos suicidas se han producido este año en Bélgica, París, Estambul y hasta en Estados Unidos, con un gran saldo de muertos y heridos.

La coronela Powell, el equipo de civiles que están al mando y el piloto que controla el drone se comunican entre ellos por medio de pantallas con cámaras de televisión, a pesar de que se encuentran en diferentes sitios. Todos ellos entran en el dilema si lanzar el misil para destruir a los terroristas con los daños colaterales que se estiman, llevándose por delante a la niña quien, por cierto, estaba en una esquina del refugio vendiendo unas tortas de pan y a otras personas que estén cerca del sitio designado como blanco. O, abortar la operación por el daño colateral que produciría la explosión del misil.

El problema en sí aborda un dilema filosófico en donde la emoción y la razón entran en juego. Por una parte, la lógica daba por hecho que con el impacto se liquidaría a los terroristas con daños colaterales como ha ocurrido otras veces, y por la otra, el sentimiento de culpa los impulsa a dejar sin efecto el disparo, lo que daría lugar a que aquellos salieran a cumplir su nefasta misión con las consecuencias que hasta ahora hemos visto, y que serían publicadas en todos los medios de comunicación social del mundo occidental.

La coronela insistía, la apoyaba la razón, en que se disparara el misil lo más pronto posible antes de que los terroristas dejaran el refugio; los políticos deliberaban entre si y pidiendo autorización a sus jefes inmediatos porque los movía la emoción. Mientras tanto, el teniente Watts, que tenía el control del drone, se negaba a disparar el misil porque no quería cargar en su conciencia la muerte de una niña que inocentemente vendía tortas de pan en la fatídica esquina.

¿Qué hubiera hecho usted de tener en manos el poder de decisión? Si quiere saber cómo culminó este episodio entre la eterna lucha de la razón y la emoción, les recomiendo que vean la película protagonizada por Helen Mirren, Aarón Paul y Alan Rickman denominada Enemigo invisible.


 
 
 

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