Los estadios del amor
- Julio Antonio Sánchez Flores
- 26 jun 2016
- 3 Min. de lectura

Maurice Maeterlinck, escritor belga, quien vivió entre 1862 y 1949 dijo: Para amar a una persona y perdonárselo todo basta con contemplarla en silencio. Pero ocurre que vivimos durante muchos años al lado de otra persona y sólo la vemos de verdad en el momento de sobrevenirle una desgracia.
El sentimiento del amor ayuda a aumentar la autoestima y el estado de felicidad, siempre y cuando el que ama de verdad desea y anhela el bien y la felicidad del ser amado. Ahora, es importante preguntarnos: ¿Es el amor un mandato, o es de libre elección? sin embargo, como casi todo en la vida el amor también tiene sus estadios.
La filosofía, y no la ciencia, define tres clases de amor. Los griegos que tenían una retórica mucho más fina y elocuente llamaban “eros” al amor instintivo, es decir, al atractivo espontaneo que un hombre siente por una mujer o una mujer por un hombre. Este amor no puede ser objeto de un mandato porque no es libre para una persona sentir o no sentir atractivo por otra.
Hay un segundo amor que Platón llamaba “filia” y que se relacionaba con la amistad y la hermandad. Todos sabemos lo que es la amistad y el amor por un padre, hermano o un hijo. La amistad, sobre todo, es más fácil comprenderla que definirla debido a que es libre, y como tal puede cultivarse, pero no imponerse. Pero hay una tercera clase de amor que también los griegos conocían y que llamaban “ágape” y que es considerada en la Biblia, específicamente en el Nuevo Testamento, cuando habla del amor.
“Ágape” es la actitud de servicio y ayuda a cualquiera que nos necesite, es la solidaridad, es la acogida, la comprensión, el perdón, la benevolencia y el respeto a la persona sea quien fuere; es la actitud de gratuidad generosa que hace el bien a los demás por ser personas humanas, por ser hijos de Dios, no porque vayan a reportar ningún beneficio, ninguna utilidad, ningún dinero como a veces ocurre cuando lo hacen mediante oraciones en cadena por las redes sociales. Este amor, el Ágape, es un acto de libertad y, con frecuencia, es difícil y supone sacrificio y abnegación.
Cuando asisto a misa, cosa que no hago con frecuencia, veo a personas confesarse y luego recibir la comunión con una cara de quien no quiebra un plato, como esperando la apoteosis, pero al salir del templo son incapaces de dar una limosna a un necesitado que espera en la puerta que alguien se compadezca de ella.
No siempre la naturaleza nos impulsa a la benevolencia hacia los demás, hacia el sacrificio, hacia el perdón de las ofensas. Por eso, este último estadio del amor es objeto de un mandato. Dios manda a amar a los demás en su segundo mandamiento: Amad a tu prójimo como a ti mismo. Pero aún más. Este mandamiento va amarrado con el primero: Amar a Dios sobre todas las cosas, porque el que ama a Dios, ama a sus criaturas, que son sus hijos predilectos.
Ustedes, amigos, se preguntarán: ¿Y a qué viene todo esto?
Viene todo esto porque no puede considerarse un ser humano, y mucho menos hijo de Dios, a aquel que no tiene paz con la miseria. Lo veo todo el día en las colas cuando se pelean por un paquete de harina de maíz, o cuando este paquete es vendido a otro a un precio por más de diez veces de su valor.
Para llamarse hijo de Dios, y no de la gran p… el hombre tiene que estar claro con el segundo mandamiento, y más aún en los tiempos difíciles como los que estamos viviendo, momentos en los que Dios nos da la oportunidad de demostrarle que somos lo mejor de su obra.
Y como dijo Jacinto Benavente: El verdadero amor no se conoce por lo exige, sino por lo que ofrece.
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