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Todos para uno...mismo

  • Julio A. Sánchez Flores
  • 17 abr 2016
  • 4 Min. de lectura

Recuerdo que un amigo me dijo hace mucho tiempo que uno debería siempre tener tres personajes como allegados, y de confianza: un mecánico, un médico y un abogado.

Para conocer un poco más sobre estas nobles profesiones realicé una hermenéutica revisión en mi biblioteca para informarme al respecto, y me he encontrado con un libro de Aníbal Nazoa quien describe con mucho humor a estos tres próceres, que como los tres mosqueteros de Alejandro Dumas, son siempre todos para uno mismo, en el sentido de que son imprescindibles para nuestra feliz convivencia.

Por lo regular el mecánico, me refiero al primero de los nombrados, y a quien voy a hacer referencia de la misma manera como lo expresa, describe y caracteriza Aníbal Nazoa, para no perder su sabor humorístico.

El personaje, según el humorista, labora y hace vida en un corralón con techo de zinc y piso de tierra que él llama su taller. Este local en el que uno percibe en el piso tapitas de cerveza, cascos de parche, tornillos y bujías viejas, carros viejos destartalados y en el medio tirados al azar una gran variedad de piezas y herramientas, muchas de ellas oxidadas e inservibles, baterías viejas, cauchos que muestran las lonas por el excesivo uso, un montón de latas de aceite vacías; y además, un perro amarrado junto a la entrada de color indefinible, es el panorama que uno se encuentra cuando por necesidad tiene que llevar a que le revisen el carro por algún desperfecto.

Refiere Aníbal Nazoa que cuando el cliente – o sea, uno mismo – llega al taller en busca de sus servicios, la escena que se produce es muy parecida a aquella de las películas de vaqueros que veíamos en el cine, a bolívar la entrada, en estos términos: El hombre blanco va al poblado indígena para negociar con el Gran Jefe Indio. Ambos se agachan y permanecen horas y horas silenciosos sin verse la cara, el jefe indio fumando su pipa y el blanco rayando el suelo con un palito. Pues esto es precisamente lo que sucede entre cliente y mecánico.

El mecánico, o Jefe Indio, uno lo encuentra casi siempre en cuclillas o arrodillado ante una ponchera con gasolina, negra ésta debido como consecuencia de los resultados del lavado de un motor. Uno, el cliente, se coloca a prudente distancia de su humanidad en la espera paciente hasta que este se digne atenderlo, o por lo menos levante la vista para dirigirle una rápida mirada. Una vez roto el hielo uno le pregunta si puede atenderlo, y en caso de que lo atienda, murmura algo ininteligible porque rara vez un mecánico responde con palabras de más de una sílaba a la respuesta de su cliente. Mientras uno va describiendo los síntomas de su carro, el Jefe Indio escucha en actitud de profunda meditación, y luego por toda respuesta llama pegando un grito a su ayudante, que por cierto en el libro se llama Medardo. Nazoa establece el siguiente dialogo entre patrón y ayudante:

- Acomódame ese carro allá y métele dos gatos. Te traes una tres cuarto, una dos y medio, un rache pericoidal y un destornillador de estrías.

Aquí es en donde comienza el verdadero calvario de uno, el cliente, y es cuando se pone de manifiesto la erudición del mecánico en cuanto a su profesión. Nazoa refiere que los mecánicos constituyen una especie de casta sacerdotal impenetrable que actúa y fija sus honorarios sobre la base del miedo reverencial que inspiran a la clientela: Ellos dan por descontado dos cosas: la primera, que el cliente apenas sabe por dónde se le echa agua y por dónde se le echa gasolina al carro y, la segunda, que cuando llega al taller está firmemente convencido de que su máquina jamás volverá a rodar a menos que se produzca un milagro.

Mientras uno espera un diagnostico con el corazón en la boca, según palabras de Nazoa: el mecánico le levanta el capó al carro, le tantea las bujías, hala un cablecito aquí, sacude una varillita allá, prueba un tornillito más atrás…

Por fin, cuando ya uno está a punto de infarto, el mecánico se decide hablar:

- Los muñones del merodeador externo están vencidos; tiene demasiado juego en la cama de pivotes convexos; hay que tumbar diferencial, cardan y cubos bisectores, montar excéntricas y calibrar el mugrimétro de las culatas. Los cachicamos delanteros parece que están buenos, pero hay que verlos.

Una de las características más notables del mecánico es su estricto apego a la orden del cliente. Si al lado de la pieza que él debe reparar hay un pequeño cable flojo, el pasará cien veces junto a ese cablecito, que se puede apretar dando media vuelta al tornillo, pero él no dará esa media vuelta de tornillo porque eso no estaba incluido en el presupuesto. Cuando uno, después de haber escuchado el pronóstico, no le queda más remedio que aceptar lo que le dice el fulano mecánico.

Ojalá este calvario no le suceda a usted. Tenga siempre a mano un buen mecánico, pero cerciórese que sea su amigo, y que no sea aquel que usa bata blanca, porque ese el más peligroso para su bolsillo. De los médicos y abogados hablaremos en otra entrega.

Fuente: Nazoa, Aníbal (2007). Las artes y los oficios. Biblioteca Popular. Caracas, Venezuela.


 
 
 

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