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El amor y la solidaridad en estos tiempos de crisis

  • Julio Antonio Sánchez Flores
  • 21 feb 2016
  • 6 Min. de lectura

La solidaridad es una virtud que se desprende del amor. El que ama a su prójimo es en sí solidario. Es solidario el que se desprende de lo suyo para dárselo al que lo necesita. Por cierto, esta virtud está muy escasa en estos tiempos de crisis.

No hace mucho me encontraba en compañía de mis dos hijas haciendo cola para pagar dos paquetes de huevos y otros enseres en un supermercado de la localidad en donde resido. Para conseguirlos, tuve que hacer otra cola - cédula en mano - porque ese día me tocaba por el terminal del número. Al momento en que la cajera me pidió el número de la cédula, una señora que, por su vestimenta me dio la impresión que era de una condición muy humilde, me preguntó que dónde había encontrado los huevos. Le dije que cerca de la carnicería del supermercado los estaban entregando. Corrió desesperada, pero al rato volvió a la cola con cara de tristeza diciéndome que se habían acabado. Mi hija Zuli, puro amor y bondad, me miró con esa carita propio de ella, llena de compasión, dando a entender que le diéramos uno de los dos que teníamos. Ante esa mirada no me pude negar, y le entregué un cartón a la señora.

No todo está perdido en la “viña del señor”. Hay personas que por su propia naturaleza son compasivas, y más en estos momentos de crisis como en la que estamos sumergidos, pero hay que tener mucho cuidado con aquellos a quienes queremos demostrar un acto de bondad y solidaridad. Digo ésto porque les voy a narrar un episodio que leí en un libro de cuentos del ingeniero barquisimetano Nelson Cordido Rovati (*), que con pelos y señales se los voy a narrar.

Resulta que un tipo de nombre Atahualpa que hacia tan solo una semana se encontraba en medio de una crisis emocional, leyó en la prensa sobre un taller de crecimiento personal llamado “Todos somos hermanos”. Esa misma tarde escuchó en la radio que entrevistaban al facilitador del taller y se sintió atraído por el carisma del maestro. Se inscribió y comenzó a asistir a las sesiones diarias en donde los participantes se abrazaban y besaban gritando emocionados “todos somos hermanos”.

El día en que celebraron la ceremonia final se dijeron que se amaban, y cantaron “Por qué perder las esperanzas de volverse a ver, por qué perder las esperanzas si hay tanto que querer”…Y al final gritaban una y otra vez la frase “Todos somos hermanos”. Atahualpa se fue a su casa lleno de una inmensa felicidad.

Aquí viene la parte en la que se demuestra el acto de solidaridad por parte del protagonista del cuento. Al día siguiente, que era domingo, se dispuso ir a misa a una iglesia ubicada a pocas cuadras de su casa. Se vistió de blanco al igual como se visten los “santeros” y salió a la calle con una inmensa felicidad expresada en su rostro. Obsequiaba a todo el que veía con una generosa sonrisa acompañada de uno “Buenos días” que por lo general no eran correspondido. En ese andar ve a una muchacha, bastante atractiva por cierto, que viene caminando en compañía de un perro de raza indefinida, una mescla de “cacri” con algo de pedigrí.

Al estar cerca se dirige a la joven con una sonrisa “de oreja a oreja” diciéndole: - Qué hermoso anim…” pero justo en ese instante, el perro, sin bozal como casi siempre sucede en estos casos, se le lanzó encima y si no es por la rápida acción de la joven que haló a la fiera por la cadena y le gritó por su nombre, Atahualpa hubiese sufrido una feroz mordida.

Al llegar a la esquina, sin haber superado completamente el susto, vio a un anciano que se disponía a cruzar la calle. Atahualpa, en su afán de servir a los demás – todos somos hermanos – se apresuró, le tomó por el brazo para ayudarlo a cruzar y con una sonrisa dijo: - Buenos días, hermano -. No logró terminar la frase porque el hombre, quien resultó que no era tan anciano, le dio un empujón a Atahualpa que casi le hace perder el equilibrio diciéndole: - ¡qué te pasa cabrón!

Pero, ahora viene lo mejor del cuento. Atahualpa logró contener su indignación, nada de lo que sucediera le haría perder ese estado de felicidad. Cuando llegó a la iglesia se sentó en un banco y de nuevo el amor por sus semejantes lo inundó, miraba con ternura a todo el que lo rodeaba. Cuando sonó la campanita indicando que debían levantarse, vio que justo en el banco que estaba adelante, se levantó una mujer con una falda blanca ajustada a su cuerpo, que por cierto le quedaba muy bien, y accidentalmente la tela le había quedado sujeta entre las dos nalgas. Atahualpa pensó que seguramente la pobre mujer no se había dado cuenta porque no intentó retirarla. Atahualpa no podía concentrarse en la misa, por más que trataba, la vista se le iba a los glúteos de la mujer, que además estaba bien conformados. Pero no lo malinterpreten; su mirada no era para nada lujuriosa, él estaba verdaderamente preocupado de ese pequeño e incomodo incidente. A lo mejor la mujer se había dado cuenta del detalle y no encontraba cómo llevar su mano hasta el trasero para retirarse la falda que seguramente le molestaba muchísimo en medio de la ceremonia religiosa.

Atahualpa sudaba por la preocupación que le generaba lo que estaba sucediendo, aparte de que parecía que él era el único que se había percatado del trance que sufría la bella dama frente a su banco. Ella estaba con toda seguridad sometida a una tortura por lo que valientemente decidió ayudarla. Mientras miraba el cáliz que en ese momento levantaba el sacerdote, Atahualpa extendió su mano con mucha discreción pero de forma natural para no llamar la atención de quienes estaban a su lado; y sin ninguna mala intención, sólo por ayudar a sus semejantes, alcanzó el trasero de la mujer y haló cuidadosamente la tela hasta retirarla del lugar donde se encontraba. Así logró discretamente su objetivo, aunque no tanto, porque todos, absolutamente todos los feligreses que estaba a su alrededor observaron la maniobra con asombro. La receptora de la ayuda no solicitada reaccionó de una manera totalmente imprevista para Atahualpa, quien esperaba al menos una sonrisa de agradecimiento, y le dio un carterazo que casi le rompe un ojo diciéndole “abusador”. Pero no solo eso, el hombre que estaba al lado de la mujer resultó que era el marido quien le lanzó tremendo puñetazo justo en el mismo lugar donde la cartera lo había golpeado.

Pero esto no es todo, el cuento no ha terminado. El siguiente domingo Atahualpa fue de nuevo al santo oficio religioso como de costumbre; y lo que son las cosas: ¡delante de él estaba la misma mujer del incidente de la falda con su marido!

Había decidido que esta vez, aunque la falda se le metiera mucho en las nalgas, él no haría ningún esfuerzo por retirarla. Allá ella con sus gustos.

Al sonar la campanita, Atahualpa no podía concentrarse en la ceremonia, pendiente de que lo que sucedería con la falda cuando la señora se levantara porque estaba arrodillada rezando. La mujer comenzó a incorporarse. Movió el brazo derecho un poco y lo colocó sobre el banco para apoyarse. Seguidamente movió la pierna izquierda en busca de equilibrio. Aquello le pareció a Atahualpa que ocurría en cámara lenta. Poco a poco el cuerpo de la dama fue levantándose en medio del tilín de la campana del monaguillo, que también parecía sonar en cámara lenta. Efectivamente, la falda, que esta vez era de otro color, había quedado dentro de las nalgas como a ella le gustaba. Él siguió como si nada hubiese ocurrido tratando de concentrarse en la misa, pero realmente no podía dejar de vigilar la falda; que además era de un diseño muy bonito y se malograba en las nalgas de esa mujer.

En eso, el caballero que estaba al lado de la mujer, quien aún no se había levantado, notó que a su esposa le había quedado la falda mal acomodada, lo que seguramente le pareció poco estético y con toda confianza se la retiró con la mano. Atahualpa no pudo contenerse, seguramente la mujer pensaría que era él quien la había retirado y además a ella le gustaba sentir la falda en esa posición, por lo que rápidamente y utilizando sólo dos de sus dedos con una extraordinaria delicadeza, volvió a introducir la falda entre las nalgas de la mujer. Esta se volteó y le lanzó otro carterazo con más fuerza que la primera vez y el marido le dio tal paliza que la ceremonia religiosa fue interrumpida hasta que lograron sacar a Atahualpa del recinto.

A partir de esa experiencia religiosa, no ha vuelto a llamar a nadie hermano ni asistir a misa.

Cuidado amigos, no todo lo que brilla es oro. Les recomiendo el libro.

(*) Nelson Cordido Rovati (2013). 35 relatos. Caracas, Venezuela.


 
 
 

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