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Nunca haga sombra a su jefe

  • Julio A. Sánchez Flores
  • 10 sept 2015
  • 3 Min. de lectura

Hace unos cuantos años un amigo hizo llegar a mis manos un interesante libro denominado “Las 48 Leyes del Poder” escrito por Robert Greene y diseñado por Joost Elffers. En esta interesante obra se narra la historia de cómo reyes, gobernadores, ministros y hasta presidentes han alcanzado y perdido el poder en un santiamén por el solo hecho de desconocer que existen muchas formas de lograrlo y mantenerlo.

Hoy traigo a colación una de la 48 que dice “nunca hagas sombra a tu amo” cuando me entero por los medios de comunicación que tal ministro, zutano director, mengano presidente de instituto autónomo o un insigne magistrado sale disparado de su cargo “como corcho de limonada” cuando infringe la no tan ética ley.

Según la tesis de estos autores, uno no debe engañarse pensando que la vida ha cambiado mucho desde los días de Luis XIV o de los Médicis. A manera de recordatorio, quienes logran ocupar posiciones de poder sin tener méritos suficientes en la vida son como las reinas y los reyes, tanto de siglos anteriores como del actual, que quieren sentirse seguros en sus tronos o cargos, y superar a quienes los rodean. Es decir, sus acólitos, adláteres, lacayos y servidores que los rodean no deben mostrarse seguros, inteligentes, simpáticos, ni hacer gala de sus dones y talentos porque cometen el peor error de todos los errores que puedan cometer.

Su superior, al enterarse de que usted tenga esos dones lo más probable es que en la primera oportunidad que se le presente lo reemplazará por alguien menos inteligente, menos atractivo y menos amenazador.

Una transgresión de la ley la hizo Nicolás Fouquet, ministro de finanzas de Luis XIV durante los primeros años del reinado de éste. Resulta que este ministro era un hombre generoso, amante de las fiestas, las mujeres hermosas y hasta era poeta. Pero también amaba el dinero, dado que llevaba un estilo de vida que no respondía a sus ingresos.

Fouquet era un hombre muy hábil, y un colaborador indispensable para el rey; por lo tanto, a la muerte del primer ministro Jules Mazarin esperaba ocupar este cargo por lo que decidió congraciarse organizándole a Luis XIV una fiesta espectacular. El motivo, además de agasajar al rey, era la inauguración de su castillo, el cual superaba en ostentosidad y lujo al palacio real.

La fiesta se inició con una opulenta cena de siete platos, en la que se sirvieron especialidades de Oriente nunca antes probadas en Francia antes de la Revolución. La cena fue acompañada con música compuesta en honor del rey. En pleno bonche Fouquet acompañó al joven rey en una recorrida por el suntuoso castillo, sin embargo, cada nuevo espectáculo, cada sonrisa de admiración dirigida por los invitados a Fouquet hicieron sentir a Luis XIV que sus propios amigos y súbditos estaban más fascinados por su ministro de Finanzas que con él. Además, Fouquet hacia indebida ostentación de su fortuna y de su poder.

En lugar de halagar a Luis XIV, la fiesta ofrendada por Fouquet ofendió la vanidad personal del soberano. Por supuesto, Luis XIV no iba a admitir semejante cosa, de modo que encontró, en cambio, una excusa conveniente para librarse del hombre que, sin darse cuenta, lo había hecho sentirse inseguro.

¿Por qué ocurrió esto? Luis XIV, conocido como el Rey Sol, era un hombre orgulloso y arrogante que deseaba ser siempre el centro de atracción. No soportaba que nadie lo superase en opulencia, y mucho menos ser opacado por su ministro de Finanzas.

Al día siguiente, Fouquet fue arrestado por el jefe de los mosqueteros del rey, y tres meses más tarde fue juzgado por desfalco al Tesoro Nacional; sin embargo, que ironía del destino. Los fondos desviados fueron autorizados por el mismo rey.

Este es el destino que corren, de una forma u otra, todos aquellos que afectan la autoestima o el ego de su jefe, hieren su vanidad o le hacen dudar de su competencia. Concluye Greene.

A mirarse en ese espejo los que sirven a jefes inescrupulosos e inmorales porque ellos aplican aquellos refranes que dicen: “Jefe es jefe manque tenga cochochos”, y “El jefe siempre tiene la razón y, más cuando no la tiene”.

Fuente: Robert Grenne y Joost Elffers (1998). Las 48 Leyes del Poder. Atlántida. Buenos Aires, Argentina.


 
 
 

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